Ella lo miraba con la magia que un
niño mira un incendio.
Sin darse cuenta de la tragedia,
encandilado por su luz que
ya pronto se extinguiría.
Y de sus ojos colgaban lágrimas,
como si fueran hiedras
asomando de balcones.
Y de sus manos nacían
racimos de frutas,
que buscaban la humedad
de su tacto.
Y de repente se abrazaban,
ardiendo por dentro,
celebrando el accidente mortal
que sería ese último beso.
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